26 abril 2016

Canal de Isabel II

  Parece que la cosa va de Isabeles, mejor dicho, de la misma Isabel, últimamente en este blog, pero les aseguro que es mera casualidad y de que nuevamente no hablaré de ella, sino que aprovechando esta foto contaré una brevísima historia relacionada con el deseo,  la ambición y la necesidad.
  
  Hablar de la historia del Canal de Isabel II, entidad encargada del suministro y la calidad del agua, no sólo de la ciudad de Madrid, sino de toda la Comunidad, no tiene mucho sentido en este blog, ya que existen otros muchos donde conocer su historia y su gestión, e incluso su Fundación. Y hablar de Cleopatra, que por casualidad su nombre sale en la fotografía, tiene mucho menos sentido, pero sí intentaré hacer un mix que resulte lo más curiosos posible.

  En un lugar en medio de una tierra quemada y en 100 km a la redonda, el único que disponía de un pozo, con agua clara y abundante era yo. Todos los habitantes de aquel lugar querían comprarme aquel pozo, unos con buenas artes, otros con no tan buenas, pero yo siempre me negaba y simplemente compartía la vida y el agua de mi pozo. A cambio, ellos me llenaban de favores, unos íntimos y personales, otros materiales y banales. Así iban pasando los años y todo parecía ir más o menos bien, y todos parecíamos más o menos satisfechos.

Imagen de una de las salas de la Fundación Canal
  Un buen día pasó por mi pozo una mujer, que no era de aquel lugar, de la que me quedé perdidamente enamorado y que me hizo ver lo tremendamente equivocado que estaba en mi comportamiento. Me hizo entender lo inadecuado de mi actuación y el abuso al que estaba sometiendo a mis vecinos, con aquel medio trueque tan cruel, según decía.

  Ella y yo acabamos casándonos, ante la expectativa y la incertidumbre de los vecinos y vecinas, de qué es lo que pasaría con el agua del pozo. Yo, demostrando mi gran capacidad de sacrificio, me ofrecí para que todo siguiera igual, pero mi mujer, en un acto que la dignificaba, se negó en rotundo, e hizo que pusiéramos el pozo a su nombre, para así, eximirme a mí de toda culpa de lo que pasara con el agua de aquel maravilloso pozo.

  Lo que ocurrió después no se lo contaré, pero sí les diré que yo ya no tengo pozo, ni mujer, ni vecinos, ni vecinas.

07 abril 2016

Plaza de Isabel II

  Esta plaza se encuentra al final de la calle Arenal y dándole la espalda el Teatro Real. Y no voy a hablar ni de Isabel II, ni de la calle Arenal, ni del Teatro Real, que por cierto, en 2017 cumple 200 años, ni del resto de calles que confluyen en ella, ni siquiera mencionaré que esta plaza es más conocida como plaza de Ópera.

  
  Voy a hablar de que esta plaza demuestra que está claro que en Madrid hay alguien que no quiere que, en ningún caso, nos sentemos y estemos cómodos en la mayoría de plazas de esta ciudad, a esto hay que añadir, que debido a la total ausencia de sombras en la plaza, pasar por ella en pleno verano sea un auténtico suplicio, por lo que es imposible permanecer mucho tiempo en el intento, hay que cruzarla a toda velocidad, es decir, nos convierte en el ciudadano perfecto, que nunca se detiene y molesta poco.

  Otro hecho destacable viendo esta plaza, como tantas otras en Madrid, es la poca o nula influencia que tienen en esta ciudad los diseñadores de parques y jardines, y la gloria y el dinero que se deben de llevar los fabricantes de cemento y granito.

  Y hablando de granito me viene a la cabeza la triste historia reciente de un pueblo situado en cualquier lugar de España. En ese pueblo, existía la leyenda de que en la más alta de sus montañas (tenía dos) había enterrada una campana de oro desde la época en que los romanos eran dueños de prácticamente todo el territorio nacional. La gente convivía con esa leyenda de manera natural y era bonito escuchar a los viejos del lugar contar historias, traspasadas de generación en generación, en las que parecía inverosímil que allí no hubiera realmente una campana de oro enterrada.

  En uno de esos momentos en que nos creemos los amos del mundo, doce jóvenes de los trece del pueblo, envalentonados por el saber que les confería no haber salido nunca de allí, y embriagados por el conocimiento adquirido a través de innumerables Dyc-cola, un buen día, se armaron de picos y palas, y enfilaron hacia la montaña, viendo que allí estaba su oportunidad y no querían dejarla escapar.

  Ese primer día lo pasaron bien, se llevaron un par de hogazas de pan, jamón chorizo y abundante vino y cervezas, apenas excavaron tres metros cúbicos, y evidentemente no encontraron nada, pero se rieron una barbaridad. Los siguientes días también se mostraban entusiasmados, máxime cuando una tarde encontraron una moneda que creyeron tenía unos cuantos siglos de antigüedad.  Eufóricos corrieron al pueblo a contar su hallazgo y la euforia también se apoderó de todos los habitantes de aquel lugar, que vieron en ese hallazgo la prueba irrefutable de que ciertamente la campana de oro estaría allí, con lo que el pueblo entero, 119 habitantes de los 120 del mismo, se involucró en la excavación de la montaña.

Os dejo otra foto para ir amenizando el relato, con el edificio
del Teatro Real casi en primer plano
 A una famosa constructora le compraron buldóceres, excavadoras, retroexcavadoras y camiones de gran tonelaje, y  por supuesto, se empeñaron hasta las cejas, pero con unos intereses dignos de admiración que les dio un no menos famoso banco.

  Dos meses después no había ni rastro de la campana, ni de la montaña, allí sólo quedaban montones de tierra y piedras, esparcidos por las tres mil hectáreas en las que solían pastorear y cultivar diversos cereales. Los restos de la montaña sepultaron granjas y huertos. El núcleo urbano era un espacio rodeado de escombros, ruina, miseria y deudas. El único habitante que no participó en aquel auténtico desastre se tuvo que largar a cien kilómetros de distancia. El resto tuvo que hacer frente a todas las deudas que tenían. La famosa constructora, avalada por el no menos famoso banco, compró todo aquel amasijo de naturaleza muerta, compró el pueblo y las deudas de todos ellos, a condición de que trabajaran de sol a sol  por alojamiento y comida. Todos aceptaron, la famosa constructora y el no menos famoso banco siguen forrándose, y Madrid está repleta de plazas llenas de cemento.

Nota: Que me perdone Isabel II en particular y la realeza en general, por no hablar de ellos en este post, pero prometo que en la siguiente entrada, que haga desde Panamá, intentaré compensarles.

05 abril 2016

Plaza de Tirso de Molina

  Aquí tenemos la Plaza de Tirso de Molina, una plaza bien diferenciada en dos partes, por un lado, un colorido mini mercado de flores y por el otro al bueno de Tirso, triste y aislado encima de su pedestal.

  Esta plaza es una de las fronteras del barrio de Lavapiés, un barrio lleno de historia y de abandono, un barrio que aparecía en las guías, que algunas universidades norteamericanas daban a sus alumnos, estudiando temporalmente en Madrid, como un barrio totalmente inseguro y peligroso, y como contrapartida, les recomendaba visitar un restaurante chino, que creo que estaba en la calle Jesús y María, que era un auténtico desastre.

  Volviendo a la plaza, ahí está el bueno de Tirso sustituyendo en su pedestal a Juan Álvarez Mendizábal, antiguo inquilino del pedestal y de la plaza, de anterior nombre Plaza del Progreso. La idea del cambio fue de la desagradable dictadura franquista que tuvimos por aquí durante más cuarenta años, a nadie consultaron, lo realizaron en un pispás, como tantas otras cosas mucho más graves que hicieron, sin miramiento,  sin ningún tipo de vergüenza y con total impunidad y alevosía. Hoy llevamos más de treinta años intentando cambiar simbología franquista y reparar todos los males en que incurrieron él y toda su banda, y parece que todavía tenemos miedo y hay que pedir permiso para hacerlo, vaya panda de inútiles que somos.