La plaza Conde de Barajas (no sé si ahora habrán
cambiado el nombre por plaza Adolfo Suárez, vaya chiste más malo) en pleno corazón del Madrid de los Austrias, es el Montmartre
madrileño, aunque podríamos decir que es el aprendiz, porque todavía no tiene
ni su raíz ni su costumbre, pero ahí están sus pintores (no en la foto, claro), eso sí, sólo están los
domingos, porque a diario o tienen otra faena o el ayuntamiento no les deja, siento
no dar más información pero es que no estoy muy enterado al respecto, algún
domingo que pase por allí lo pregunto.
Esta es un de las plazas más bonitas y tranquilas de Madrid,
de las pocas en las que todavía se respira un cierto aire de capital forjada a
capa, pluma y espada. Plaza por la que todavía podríamos imaginar a Lope o
Calderón en busca de alguna falda con un pico pardo adherido en su parte
inferior, más a Lope que Calderón, este sería más de buscar alguna iglesia
cercana donde poder rezar.
Y hablando de picos pardos, un día estaba sentado en una
terraza de esta plaza tomando unas cervezas con mi amiga Verónica, una amiga que en su día
fue prostituta, pero que ya no lo era y ya no lo es, e incluso hasta se ha olvidado que algún día lo fue. A dos mesas de nosotros estaba una pareja, mujer
y hombre, tomándose unos vinos. Verónica no dejaba de mirar al caballero y cuanto
más le miraba, más nerviosa se ponía, él la miraba también, pero de manera más
disimulada.
La pareja de los vinos apenas se prestaba atención, estaban
ahí como podían estar en cualquier otro sitio, en cualquier otro tiempo o con
cualquier otra persona, si no fuera porque de vez en cuando cogían la copa de
vino y se la acercaban a los labios, se podría decir que estaban posando para
algún pintor figurativo, para los que cualquier movimiento o gesto de los retratados está absolutamente prohibido.
Verónica conocía de algo a aquel hombre sentado con aquella mujer, ya lo había repetido
dieciséis veces en el último cuarto de hora, le daba vueltas a la cabeza sin
llegar a saber de qué le conocía, a mí ya me cansaba un poco el tema y no se me
ocurrió otra cosa que decirle que se levantara y se lo preguntara. Sin perder
un segundo Verónica se levantó y se fue directa a la mesa de la inerte pareja,
yo no escuchaba lo que hablaban, sólo veía al hombre gesticular negando con la
cabeza, ella miraba de manera indiferente tanto a él como a Verónica y a mí de refilón, a los cinco minutos Verónica volvió tal como se había ido, sin saber quién coño era el tipo
ese que le tenía tan intrigada y negaba conocerla.
Al
cabo de un rato, la señora compañera del señor de la mesa que estaban tomándose
unos vinos y destino de todas las miradas e inquietudes en ese momento de
Verónica, se levantó y se dirigió al interior del bar, cuando estuvo dentro, el
hombre, como un resorte y demostrando una agilidad insospechada hasta ese instante, se dirigió hacia nosotros, se paró delante de nuestra mesa, enfurecido me miró y
dijo que si no me gustaba lo que iba a oír que me jodiera, después mirando a
Verónica le dijo que dejara ya de molestarle, que sí que se conocían y ella se debía acordar perfectamente de él, ya que sus habilidades en la cama eran
difícil de olvidar, hacía algún tiempo fue cliente suyo, pero eso se había
terminado, además nos contó que la señora sentada a su lado era su mujer desde
hacía más de veinte años y de la que estaba tremendamente enamorado. Después de
un corto silencio, preguntó a Verónica por qué ya no la veía por el club en el que trabajaba, nosotros nos echamos a reír y el hombre se fue, y se fue en dirección
contraria a la mesa que ocupaba, dirección salida de la plaza. La mujer salió del bar y al no ver a su marido se dirigió hacia nosotros, en ese momento, el marido se debió de acordar de que en su huida se había olvidado algo y volvió a entrar en la plaza casi a la carrera.
La señora lo vio y caminó hacia él, al pasar a nuestro lado nos deseo buenas tardes, nosotros también a
ella.